Hasta hace unos meses me desarrollaba profesionalmente en un lugar
maravilloso, lleno de retos y alegrías. Me
encantaba mi independencia durante varias horas, ejercer mi pasión de enseñanza
cada día me llenaba de satisfacción personal.
Hasta hace unos meses corría todos los días, necesitando días de 48 horas. Entre
el trabajo y los estudios quedaba poco tiempo para dormir. Lo disfrutaba, sí.
Terminaba cansada, sí.
Hasta hace unos meses no podía levantar a mis hijas en las mañanas,
prepararles el almuerzo, acostarlas y echarme con ellas hasta que se duerman.
Desde hace un mes, acompaño a mis pequeñas y las espero cuando regresan del
colegio. Me cuentan sus aventuras del día a día; les preparo una merienda y
luego las veo jugar.
Sin embargo, a veces las tardes cuando sólo escucho “Mamá… necesito esto.”;
“Mamá ya tengo hambre.”; “Mamá yo no quiero esto.”; o simplemente “Mamaaaaaaá”
es agotador. Me canso, me puedo aturdir y sentir nostalgia por mi vida de hace
unos meses; pero también pienso que los momentos que estamos viviendo las tres será
un tesoro para la eternidad.
Las tardes ya no son para planificar, son para redescubrirme. Este tiempo
no sólo es acompañar a mis hijas mientras crecen y enfrentan la aventura de
vivir en un país nuevo, todo un privilegio estar a su lado; sino es un año en
el que me dedico tiempo, en el que regalo mi tiempo a mis hijas y a mi esposo. Un
nuevo año en el que puedo caminar y apreciar las cosas simples a mi alrededor.
Un año de regalo, de pausa, de reflexión sobre mis prioridades. Mi familia y mi
trabajo siempre estará. Es el momento de brillar desde adentro.

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